Siempre me gustó la playa. Siempre, hasta que me hice adolescente y, entre otras imbecilidades, empezaron a molestarme los granitos de arena, los vertidos en el agua sucia, las colillas a medio enterrar...y preferí quedarme en el sofá a ver Las Gemelas de Sweet Valley. [¡ya ves tú!]
Pero de pequeñín me gustaba mucho [la playa]. Uno de mis mayores entretenimientos era construir castillos de arena. No es que se me diera bien, pero yo siempre le puse mucho empeño: mis castillos no eran artísticos pero sí robustos: con sus fuertes muros y su gran foso, la bandera [algun papelote de Calippo] permanecía inalcanzable al invasor. Cuando acababa uno, me ponía con el siguiente, ya más pequeñito [pues no era la Capital] y los interconectaba, y seguía hasta...
...a lo más tardar aquí llegaba el punto traumático. Nunca disfruté destrozando mis obras, y nunca lo hice. El agua hacía acto de presencia y derrumbaba parte de las conexiones, o medio castillo, y mi afán constructor debía esperar a la reparación del accidente..ay..pobre de mí, nunca conseguía retomar mi obra: a partir de aquí todo era frustración, llantos y pataletas en un fallido intento por conservar los castillos del Reino. Uno tras otro caían bajo el yugo marino, y las reconstrucciones sobre arena mojada no eran sinó como los últimos coletazos del Imperio Romano antes de desaparecer.
Quizá por esto nunca fui nacionalista. Ningún Castillo perdura eternamente.