23 mayo 2010

El olor de las emociones


Hace ya algún tiempo leí, o alguien me dijo, que los olores nunca se olvidan. Puede que sea una afirmación exagerada, pero sí es cierto que los recuerdos del olfato perduran muchos años, mucho más que los de la vista o el oído. Además, parece ser que no suelen estar ligados a hechos, sino a emociones.

Tal es así, que con muy poco esfuerzo podría trazar la historia de mi vida, o siendo exactos, las emociones de mi vida, con unos pocos olores.

Siendo tópicos, podría evocar mi infancia perdida cada vez que, caminando por un parque tras una tormenta, la tierra mojada me lleva a esas excursiones escolares, despreocupadas, de bocadillos de mamá y compañeros de autocar, donde los bosques junto a La Garriga se nos antojaban como una Selva Tropical; o la madera quemada en invierno, tan típica de los pueblos del Pre-Pirineu, de pizarra y granito, cuando mi padre nos llevaba a comer castañas y el coche era una extensión de la cama por aquellas curvas mareantes.

Recuerdos, como olores, hay muchos. Algunos siempre están presentes, como la nostalgia del tomillo y el romero, que mi abuelo recogía para aderezar las olivas en nuestras excursiones a Jabalcuz y al Castillo (y no debería puntualizar, pues todo el mundo debería saber que, para los hijos de Jaén, castillos hay muchos, pero Castillo sólo hay uno).
Aunque esto va de olores, no es menos cierto que, desde que él no está, las aceitunas en casa ya no saben como antes.

Otros desaparecen pero siempre vuelven, como las noches de mayo en Barcelona, cuando la primavera va dando paso al verano y se mezclan en el aire la respiración de sus árboles y el aroma de unas flores que nunca he sabido identificar. Es una fragancia que no he descubierto en ninguna otra parte, quizá irrepetible, como un perfume de juventud y felicidad que te llena el alma...aunque puede que exagere, y sea solo cosa mía, pues fue una noche de mayo en un parque cuando, apenas un crío de 15 años, me enamoré por primera vez. Y en aquel banco marrón aquel primer beso, al principio tan tímido y luego tan intenso, de labios ardiendo y respiración entrecortada, quebró el tiempo en dos y se grabó a fuego en mi historia.

El banco hace tiempo que desapareció, y del parque apenas queda nada. A la chica hace aún más que le perdí la pista, pero eso no importa tanto. Es bueno que algunas cosas cambien. Para evocar esos días, siempre quedarán las noches de Mayo en Barcelona.

12 mayo 2010

Algo más que Boston...


Si tuviera que plantear una analogía, Boston sería un amor de verano adolescente, uno intenso, con una fecha de caducidad que, cuando te paras a pensar, no quieres que llegue nunca.

Y es curioso como de repente un día, casi por sorpresa, te das cuenta de que esa sensación de ¨¡ uau, estoy en Boston !¨ ha desaparecido por completo y sientes entonces que Cambridge es tu casa.




De mis días en Barcelona, recuerdo una imperiosa necesidad de largarme, como si todos los sinsabores en mi vida pudieran achacarse a la ciudad que me vio nacer. ¡ Cuán equivocado estaba !
Y a pesar de ello, en Boston he aprendido (me habéis enseñado vosotros) lo que hace ya tanto tiempo leí en el Ulises de Kavafis: que a Lestrigones ni a Cíclopes, ni al temido Poseidón has de hallar nunca, si no los llevas dentro de tu alma, si no es tu alma quien ante ti los pone.

Parece que he tenido que recorrer 6000 km. para aprender a ser feliz (¡ ahí es nada ! ), y ahora ya de vuelta en Europa, me doy cuenta de que éste ha sido, sin dudar, el mejor año de mi vida.
Es innegable que ha habido también momentos difíciles, pero lo fantástico es que, al pensar en Boston, sólo me vienen a la cabeza recuerdos geniales, y en todos aparece alguno de vosotros. Porque si algo ha hecho especial, única, esta aventura, han sido aquellas personas que he conocido, y a las que dedico este mensaje.
Como matemático que soy, debo admitir que esa sensación de cercanía, de compañerismo, de amistad sincera en gente que hasta hace nada eran perfectos desconocidos me ha tenido intrigado desde el momento en que llegué el 4 de Junio, sin casa donde dormir, y Martu y Palou me acogieron en la suya, hasta mi último día, cuando Katie me ha llevado al aeropuerto, tras una semana inolvidable en casa de Núria y las Helenas.

Alguien, quizá Martín, me dijo que seguramente se debía a la propia magia de Boston, ciudad de paso, donde todos están lejos de sus casas, de sus familias. Esa añoranza, provocada por la distancia, hace a la gente más receptiva, más cercana, y provoca que se abran a los demás. Si eso es cierto, bienvenida sea esa distancia que me ha permitido compartir tantos momentos, tantas charlas y tantas ilusiones.

Así pues, parece que, en mi particular Retorno a Ítaca, la primera etapa del camino ha llegado a su fin. Toca ahora izar las velas y recoger el ancla.
No estoy triste, pues si las que están por venir son como ésta, es un gran viaje el que me espera.

Gracias a todos. De verdad. Sea lo que fuere lo que yo hice, sé que no os merezco.